Herencia de un estilo de hacer política y parte de una realidad inocultable, el interior de la provincia de Salta se ha convertido en una caja de Pandora.
Allí anidan males de todo tipo y está latente un peligro que por el momento pasa casi inadvertido, pero que puede traer consecuencias insospechadas para los esquemas institucionales en diversos puntos del territorio provincial.
Lo que ocurrió hace pocas horas en Colonia Santa Rosa es apenas un ejemplo. El intendente Jorge Mario Guerra, ante la fortaleza de un paro municipal que amenazaba la salud de la población pidió que la Provincia intervenga el municipio y lleve claridad a las cuentas, cuando en realidad esa es una tarea excluyente y de su absoluta competencia, de acuerdo al voto ciudadano que lo eligió como jefe comunal.
No obstante el intendente, despojado de cualquier pudor, pidió que sea la Provincia la que intervenga su propio municipio, cuando es justamente Guerra quien lleva varios años (desde el 2015) al frente de ese cargo.
Pero la incoherencia del intendente Jorge Mario Guerra tiene correlato con otras situaciones tragicómicas que se dieron en municipios de otros puntos de la provincia. Para el caso, Campo Quijano. Allí, el exintendente Manuel Cornejo, una vez derrotado en las elecciones del año pasado, consideró que los bienes rodantes de la comuna le eran propios, así que no tuvo mejor idea que llevarse a una finca alquilada, las palas retroexcavadoras, hormigoneras, cortadoras, tractores, camiones y maquinarias viales de todo tipo, que son parte del patrimonio público de la municipalidad. Sin darle la forma de botín, hizo propio y se adueño de los bienes públicos.
Para poner otro ejemplo en sintonía con estos casos de poca transparencia y ausencia de honestidad, no se puede obviar al intendente de Aguaray, Enrique Prado quien apenas asumió el cargo, firmó “documentos ambientales” que fueron la puerta de entrada para el multimillonario robo de caños del gasoducto del NEA, que hoy investiga la Justicia Federal.
En línea ascendente con los niveles de corrupción entre un período y otro de gobierno, aparece el inefable Julio Jalit, el famoso exintendente de Pichanal, autor de la sinvergüenza frase “hasta para robar hay que ser inteligente... y yo lo soy”. Hace unos días la Justicia lo embargó por 30 millones de pesos por una maniobra fraudulenta con tierras privadas en las inmediaciones del municipio, que fueron tomadas para un basural. Por allí se drenan miles de litros de nauseabundos lixiviados que contaminan no solo esas tierras privadas, sino también el río San Francisco y el Bermejo.
La lista podría seguir con los escándalos más recientes de intendentes y concejales que se anotaron y llegaron a cobrar incluso el Ingreso Familiar de Emergencia, la ayuda económica destinada por el gobierno nacional para las personas más afectadas por la crisis económica derivada de la pandemia. Pero como ejemplo, los casos anteriores resultan suficientes. Se advierte hasta aquí que, metódicamente, los hechos de corrupción salen a la luz en los momentos de transición política y que son el hilo conductor de un estilo de gobierno que tiene una mecánica constante. Los que se fueron piensan que todos sus actos de corrupción quedarán en el olvido; los que siguen en el poder confían en que la impunidad los acompañará por siempre, y los que recién llegan, no quieren perder el tiempo ni el tren que los lleve a hacer "realidad su esperanza".
Ese es el sentido más dramático de una conciencia política que visualiza a los cargos electivos como una forma rápida de enriquecimiento personal y no como una herramienta para el bien común.
Para el caso de los intendentes y de acuerdo a lo que indica la experiencia próxima, la legitimidad de la descentralización municipal terminó en una aberración: se transformó en la piedra libre para aquellos que se creen dueños de una comunidad. Esta es una forma del pensamiento político reciente, que resulta parte de la triste y solapada herencia recibida.
Nota de Redacion REPORTEDIGITAL