Se había elegido como sede del Congreso a la ciudad de Tucumán porque estaba ubicada en el centro del virreinato y porque las provincias se negaban a que Buenos Aires fuera otra vez la única protagonista de un hecho que las afectaba a todas. Fray Cayetano Rodríguez le explicaba a un amigo los motivos de la elección de la sede: “Ahora encuentras mil escollos para que el Congreso sea en Tucumán. ¿Y dónde quieres que sea? ¿En Buenos Aires? ¿No sabes que todos se excusan de venir a un pueblo a quien miran como opresor de sus derechos y que aspira a subyugarlos? ¿No sabes que aquí las bayonetas imponen la ley y aterran hasta los pensamientos? ¿No sabes que el nombre porteño está odiado en las Provincias Unidas o desunidas del Río de la Plata?”
En aquel entonces San Miguel de Tucumán era una pequeña ciudad de doce manzanas. Desde lejos podían verse las torres de las cuatro iglesias y del Cabildo. Los tucumanos, unos pocos miles por entonces, tenían una vida tranquila que se animaba al mediodía, cuando el centro se poblaba de carretas, vendedores ambulantes y gente que iba y venía entre las pulperías y las tiendas. No faltaba el azúcar para el mate ni tampoco algún cantor que animara a la gente con una zamba. Por las noches había tertulias como en Buenos Aires, pero a las diez el toque de queda les recordaba a todos que estaban en zona de guerra y que había que refugiarse en las casas. Los primeros en llegar a Tucumán fueron los diputados porteños y los cuyanos. Los restantes se fueron sumando luego, hasta que el 24 de marzo de 1816 se inauguraron las sesiones del Congreso.
El 24 de marzo de 1816 comenzaron las sesiones del Congreso bajo la presidencia del doctor Pedro Medrano, que decía en una confesión a un amigo: «¿No le parece a usted como a mí, que tal comisión de arengar en la apertura del Congreso es bastante peliaguda? ¡Perra! Pues bien que he dado vueltas para encontrar qué decir, y todavía no lo hallo». Pero se las ingenió y dejó abiertas las sesiones. Se resolvió que la presidencia sería rotativa y mensual, y se designaron dos secretarios: Juan José Paso y José Mariano Serrano. «Tan pobre era la patria que, como Jesús, no tenía lugar para nacer», decía la copla popular y, efectivamente, el Congreso sesionó en la casa de doña Francisca Bazán de Laguna —como todos sabemos desde nuestra más tierna infancia, la mejor productora de empanadas de todo el Tucumán—, ubicada en la Calle del Rey N° 151. Se había construido a fines del siglo XVIII y era una típica casa colonial. (…)
La primera cuestión que tuvo que tratar el Congreso fue el reemplazo del renunciante director supremo Ignacio Álvarez Thomas. Fue elegido para el cargo el diputado por San Luis, coronel mayor Juan Martín de Pueyrredón, de quien decía Medrano: “Hay hombres más virtuosos, pero no tan políticos. Los hay más sabios, pero no tan discretos. Los habrá más santos, pero no tan vivos y perspicaces. Juan Martín tiene de aquellas virtudes las que se necesitan y tiene sobre todos los virtuosos la política, la perspicacia, la destreza, y lo que vale más que todo, la opinión”. El nuevo director debió viajar de inmediato a Salta para confirmar a Güemes como comandante de la frontera norte tras la derrota de Rondeau en Sipe-Sipe. El tema siguiente fue el debate sobre la forma de gobierno.
La mayoría de los congresales estaban de acuerdo en establecer una monarquía constitucional, que era la más aceptada en la Europa de la Restauración. En el mundo sólo quedaba en pie una república: los Estados Unidos de Norteamérica. En la sesión secreta del 6 de julio de 1816, Belgrano, que acababa de llegar de Europa tras su fallida misión, propuso ante los congresales de Tucumán que, en vez de buscar un príncipe europeo o volver a estar bajo la autoridad española, se estableciera una monarquía moderada, encabezada por un príncipe inca. Decía Manuel Belgrano: “Las naciones de Europa tratan ahora de monarquizarlo todo. Considero que la forma de gobierno más conveniente a estas provincias es una monarquía, es la única forma de que las naciones europeas acepten nuestra independencia. Y se haría justicia si llamáramos a ocupar el trono a un representante de la casa de los Incas”. Belgrano recibió el cálido apoyo de San Martín y de Güemes. La idea también entusiasmó a los diputados altoperuanos, que propusieron un reino con capital en Cuzco: se daba por descontado que esto aseguraría la adhesión de los indígenas a la causa revolucionaria. Es curioso observar cómo califican muchos historiadores la idea belgraniana del inca.
Casi sin excepción se burlan de ella tildándola de exótica. No usan el mismo calificativo para los zares, el príncipe de Luca o los integrantes de la realeza europea, ellos sí exóticos, que trataron de coronar los directoriales. Resulta que el único exótico es el inca, y a tales efectos no deja de ser interesante la definición de la palabra según el diccionario de la Real Academia Española: «Exótico: extranjero, especialmente si procede de país lejano». Claro que para muchos escribas vernáculos siempre será más «exótico» un inca, un gaucho, un criollo o un «cabecita negra» que cualquier parásito de las monarquías transatlánticas.
Para los porteños, la coronación del inca era inadmisible y «ridícula». El diputado por Buenos Aires, Tomás de Anchorena, dijo que no aceptaría a «un monarca de la casta de los chocolates, a un rey en ojotas», y propuso la federación de provincias a causa de las notables diferencias que había entre las distintas regiones. (…) Fray Justo Santa María de Oro hizo gala de su muñeca política y postuló que había que consultar a los pueblos de todo el territorio antes de tomar cualquier resolución sobre la forma de gobierno, amenazando con retirarse del Congreso si no se procedía de ese modo. Las discusiones entre monárquicos y republicanos siguieron cada vez más acaloradas, sin que se llegara a ningún acuerdo. Pueyrredón regresó a Tucumán, apuró a los diputados para que declarasen, de una vez por todas, la independencia y viajó a Buenos Aires.
El martes 9 de julio de 1816 no llovía como en aquel 25 de mayo de hacía seis años. El día estaba muy soleado y a eso de las dos de la tarde los diputados del Congreso comenzaron a sesionar. A pedido del diputado por Jujuy, Sánchez de Bustamante, se trató el «proyecto de deliberación sobre la libertad e independencia del país». Bajo la presidencia del sanjuanino Narciso Laprida,el secretario Juan José Paso preguntó a los congresales «si querían que las Provincias de la Unión fuesen una nación libre de los reyes de España y su metrópoli». Todos los diputados aprobaron por aclamación la propuesta de Paso. En medio de los gritos de la gente que miraba desde afuera por las ventanas y de algunos colados que habían logrado entrar a la sala, fueron firmando el Acta de Independencia, que declaraba “[…] solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas provincias romper los vínculos que las ligaban a los Reyes de España, recuperar los derechos de que fueran despojadas e investirse del alto carácter de nación independiente del Rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”.
El acta establecía además que todas y cada una de las provincia «así lo publican, declaran y ratifican, comprometiéndose por nuestro medio al cumplimiento y sostén de esta su voluntad, bajo el seguro y garantía de sus vidas haberes y fama». En la sesión del 19 de julio, uno de los diputados por Buenos Aires, Pedro Medrano, previendo la reacción furibunda de San Martín, que estaba al tanto de las gestiones secretas que involucraban a algunos congresales y al propio director supremo para entregar estas provincias, independientes de España, al dominio de Portugal o Inglaterra, señaló que antes de pasar al ejército el Acta de Independencia y la fórmula del juramento, se agregase, después de «sus sucesores y metrópoli», «de toda dominación extranjera», «para sofocar el rumor de que existía la idea de entregar el país a los portugueses». La declaración iba acompañada de un sugerente documento que decía «fin de la Revolución, principio del Orden», en el que los congresales dejaban en claro que les preocupaba dar una imagen de moderación frente a los poderosos de Europa que, tras la derrota de Napoleón, no toleraban la irritante palabra «revolución».
Fuente: Felipe Pigna